martes, 15 de junio de 2010

Caso perdido

 
A veces, con más frecuencia de la debida, tiendo a plasmar mi indignación en exabruptos… uno es de natural gruñón y con los años se cansa de escuchar las cantinelas ajenas y de que le digan cómo debe moldear su conciencia, lo que debe pensar y lo que debe decir.
Para bien o para mal, fruto de mi experiencia vital, de las colinas que he tenido que subir y los barrancos a los que he bajado, soy – o al menos eso creo - en toda mi imperfección, un ser opinante.
Tal es la necesidad que tengo de expresar mis opiniones que he abierto este blog… siendo sinceros, con él cubro unas ansias de comunicación que mi ajetreada vida no permite reconducir por otros derroteros.
Sucede que por razones que no vienen al caso y por circunstancias de mi vida, entre las que cabe citar, por supuesto, mi propio carácter, he pasado una gran parte de ella recibiendo reprimendas sin haber hecho nada para merecerlas.
No es victimismo, en la sociedad en que crecí, cuando te declarabas católico, siempre había alguien dispuesto a sermonearte, a llamarte idiota por creer en lo que no ves y a exigirte que te disculpases por lo que dijo Urbano II en el Concilio de Clermont (el año 1.095, si no me falla la memoria)… Ir a misa me ha convertido siempre – a ojos de mis sermoneadores voluntarios -  en colaborador necesario de las torturas de Torquemada, a quien – se lo juro por mis hijos – no tuve el gusto de conocer.
Con el paso del tiempo me he ido rodeando de personas que, en términos generales, piensan igual que yo… y cuando me presentan a alguien que no conozco tiendo a esperar que se defina ideológicamente antes de hablar de política, religión o municiones de artillería… no sea que por un desliz conversacional, me vea abocado a tener que aguantar un nuevo sermón.
Porque tengo observado que hay un numeroso grupo de personas humanas y jurídicas que han asumido que su misión en esta vida es reconducirte al sendero de la corrección política, donde cualquier opinión discrepante, sea o no cierta, se convierte en un conjuro que no debe pronunciarse. Sin poder evitarlo, inocentemente, se convierte uno en blasfemo accidental por incurrir en lo que podríamos denominar un pecado contra el progreso.
Sin ser conscientes de ello, y con una enorme dosis de intolerancia, una legión de repetidores de consignas, forman un moderno sacerdocio que se asoma desde sus improvisados púlpitos para – con la excusa de mantener una discusión constructiva – llamarte idiota.
Son incapaces de preguntar por qué dices esta o esa cosa, directamente se arrojan a tu yugular, te aféan severamente que seas tan incorrecto, te conminan a que vuelvas al redil de la verdad única, del pensamiento único, de las lecturas recomendadas, de los principios inmutables con los que han sustituido su vacío de Dios.
Debo aguantar bromas ofensivas hacia mis creencias sin rechistar, debo soportar que se ridiculice mi estilo de vida, que se ataque sin misericordia a personas que respeto profundamente porque – de lo contrario – seré acusado de intolerante, de facha, de carca y de cualquier otro adjetivo que – en definitiva – viene a significar que soy idiota y no merezco ni las migajas de intelectualidad con las que tan generosamente me quieren acercar a la brillante luz de la razón pura.
Menos mal que me queda este blog… aquí, en mitad de la nada inmensa del ciberespacio, me rebelo – gruñón y con frecuencia faltón – contra las imposiciones de la nueva Inquisición.
¿Le gusta lo que digo?... ¡Fenomenal!
¿No le gusta?, no se enfade conmigo, los idiotas somos así… pero no pierda – por favor - el tiempo en tratar de reconducirme al buen camino. Soy un caso perdido.