domingo, 14 de septiembre de 2014

Equidistancia, justicia y miseria

Que en “el término medio” está la virtud, es una máxima incuestionable.
Pero esta máxima no es de aplicación a los principios.
Pongo un ejemplo.
Entre amar a tu prójimo y odiarlo, no hay un término medio que describa virtud alguna.
En este caso la virtud está – evidentemente – asociada al amor por el semejante… otra cosa es la capacidad de cada cual para engalanarse con esta virtud, pero la virtud está donde está.
En todo crimen hay un criminal y una víctima… posicionarse en un punto de equidistancia entre el asesino y el asesinado no es una virtud, es una vileza.
Justificar el delito cuando lo cometen aquellos con quien simpatizamos, mientras se señala con gesto jupiterino a quien – entre nuestros enemigos – comete el mismo delito, es un signo inequívoco de miseria moral.
Y en eso estamos.
Cada vez que leo una ristra de comentarios al pié de cualquier publicación, aunque sea moderada, aparece el “equidistante” a darnos lecciones, predicando una moralina que no reconoce principios.
Con la frase “todos son iguales” zanjan cualquier controversia… en su afán por mantenerse en la equidistancia, se sumergen en el barro de la vileza.
Surge especialmente la equidistancia cuando se habla de la violencia ("Toda violencia es deplorable, la ejerza quien la ejerza") y, miren por donde, no estoy de acuerdo.
La violencia, en mi opinión, no es buena ni es mala.
La violencia es mala cuando se ejerce contra el inocente, pero es buena cuando se ejerce contra el criminal, cuando se ejerce para proteger al inocente.
Ese es el principio que no admite equidistancia.
Y por eso las sociedades civilizadas se construyen alrededor de leyes justas que, al fin y al cabo, son las que definen el uso "bueno" de la violencia.
Digo leyes justas, porque – con frecuencia – se promulgan leyes que no lo son…
¿Cómo saber si una ley es justa?, yo lo tengo bastante claro.
Una ley es justa cuando no perjudica a un inocente, cuando encaja sin distorsión torticera en la estructura legal que heredamos de Roma, cuando protegen un derecho sin vulnerar otro.
Una ley justa sobrevive al paso del tiempo porque es, simplemente, incuestionable.
Cuando una ley atenta contra el derecho a expresarse, a la propiedad privada, a la práctica de una religión (siempre que ésta no conlleve degollamiento de infieles), o a la vida misma, es una ley injusta.
Y cuando se dictan leyes injustas para poder ejercer una violencia injusta, se vive en una sociedad injusta... y cuando la injusticia es aceptada por el colectivo, se vive – además - en una sociedad enferma.
Imponer que se rotule tu negocio en una lengua concreta, usando la violencia administrativa de una sanción económica, es una injusticia… y el que apoya semejante ley, un miserable.
Impedir por fuerza de ley que se enseñe español en las escuelas, estableciendo un número máximo de horas (muy bajo, por cierto) aplicable a esta formación, cuando es precisamente el español la lengua que utilizamos todos los españoles para entendernos es, además de una soberbia estupidez, una flagrante injusticia. Y el que apoya semejante ley, es un miserable.
Los sucesivos gobiernos de Cataluña, apelando a la inexistente necesidad de proteger una lengua que jamás ha estado en peligro de extinción, han desarrollado leyes injustas… y quienes debían impedirlo, reos de nuestro sistema electoral, han prevaricado permitiendo que se impongan.
No cabe la equidistancia. No hay un término medio que acoja una virtud.
No poder rotular tu negocio en el idioma que prefieras y no poder elegir en que lengua se van a educar tus hijos nos pone frente a un problema de libertad.
Y espero que un día, a quienes han emitido, permitido o apoyado estas leyes vergonzosas, la Patria (aun no se de que modo) se lo demande.