Hace mucho tiempo existía una cosa que llamaba “el derecho de pernada”.
El derecho de pernada era ley, es decir, era legal. Para los señores feudales (dueños de vidas y haciendas) era, además, un derecho irrenunciable…
La esclavitud, actividad con la que amasó su fortuna una buena parte de la sociedad catalana, era legal. Ganar dinero hacinando negros en bodegas de carga (con una mortandad espeluznante en el trayecto entre África y América) era una actividad completamente legal… incluso estaba bien vista.
No hace tanto tiempo, el que las mujeres no tuviesen derecho a votar era legal… y pagar para que tus hijos no fuesen a la guerra de África también. Los llamados “soldados de cuota” eran jóvenes las capas bajas de la sociedad que sustituían a los hijos de los burgueses que podían pagarlo. La “Semana trágica” tuvo que ver entre otras cosas, con este hecho, que – dicho sea de paso – era completamente legal.
En tiempos de Hitler (más cerca de nuestros días) determinadas personas debían llevar estrellas de David bordadas en sus ropas… y no tenían derecho a nada. Y era legal.
En la china de Mao era ilegal tener apellido (sic) porque eso diferenciaba a un chino de otro… Hoy son multitud los chinos que tratan de reconstruir sin éxito su árbol genealógico.
En algunos países de la Alianza de las Civilizaciones, hoy en día, lapidar adúlteras y ahorcar sodomitas es legal… y se hace a diario.
Y como ninguna de las cosas mencionadas constituía o constituye una violación a la legalidad vigente, podemos concluir que todas ellas eran o son buenas.
Eso es lo que nos venden nuestros políticos.
Si se decide en el Congreso de los Diputados, es bueno.
Además de bueno puede ser: inconstitucional, inmoral, absurdo, injusto… pero como es “legal”, hay que acatarlo.
Afortunadamente, en las sociedades que hemos superado el siglo XV y no estamos bajo el yugo de las dictaduras marxistas o islámicas, existe una cosa que se llama “objeción de conciencia”. Y se aplica a aquellas situaciones en las que el ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia – se encuentra en una tesitura en la que el cumplimiento de la ley le pone frente a un insalvable problema moral.
La objeción de conciencia – por ejemplo - se aplicó profusamente en los ochenta para no hacer el servicio militar.
El Estado reguló legalmente una “Prestación Social Sustitutoria” para aquellos que se enfrentaban al dilema moral de tener que empuñar las armas para defender a su Patria o hacer prevalecer sobre esta obligación su pacifismo militante… y fue un fracaso. Casi nadie la hacía. La gente, simplemente, no quería hacer “la mili” y ya está.
El problema de conciencia no existía… la objeción era el camino para librarse de ese deber que todo ciudadano bien nacido tiene para con la sociedad que le acoge.
Los jóvenes de aquella época son hoy los políticos de nuestra inane democracia, y ese derecho al que se acogieron ellos es su día les parece que no es de aplicación para los ciudadanos de hoy.
Así, estos dictadorzuelos de todo a cien que llenan las listas electorales de nuestro partido del gobierno (del gobierno de ellos para sus amiguetes), se niegan a admitir que el ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia – pueda tener dilemas morales ante las decisiones que ellos toman – fundamentalmente - para su propio interés, y el de sus amiguetes.
Parte de ello se debe a que son unos iletrados, unos ignorantes y – quizá por todo ello – unos soberbios de tomo y lomo, pero otra parte se debe a la tentación totalitaria que siempre, siempre, siempre, acompaña a la izquierda española. Y a la incapacidad de la derecha para ejercer de oposición.
El ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia – es para ellos un súbdito, no su jefe. Y han montado un tinglado que les permite ignorarlo.
Cuatro millones de firmas, recogidas por ciudadanos, le parecen pocas al Gobierno para debatir algo en el Congreso… en ese mismo Congreso en el que diputados respaldados por menos de un millón de votos, fuerzan debates sobre lo que dice o deja de decir el Papa o lo que cobra Cristiano Ronaldo.
El ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia – carece de mecanismos, en este chiringuito que tienen montado en España, para hacer valer su opinión sobre las cosas que le atañen.
Si un político no cumple su programa electoral, ¿A quien rinde cuentas?
¿Puedo yo, ciudadano de a pié – elemento del que emana el poder en una democracia – dirigirme a Rajoy o a Zapatero para exigirle el cumplimiento de su programa electoral?
La respuesta a esta pregunta, como habrán supuesto, es no.
Como mucho el ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia -puede abstenerse de votarles dentro de cuatro años.
¡Qué pedazo de democracia tenemos, oiga!
Pero nuestra clase política perdió la vergüenza hace mucho tiempo, y nada de esto que les cuento le incomoda ni le preocupa, ellos a lo suyo, que consiste - básicamente - en meter la mano en nuestros bolsillos y dilapidar lo que encuentren… porque el dinero público “no es de nadie” (La Calvo dixit)
Para aceptar la objeción de conciencia hay que admitir que los ciudadanos – elemento del que emana el poder en una democracia – están dotados de ella.
El que carece de conciencia no puede entender determinados conceptos.
El derecho de pernada era ley, es decir, era legal. Para los señores feudales (dueños de vidas y haciendas) era, además, un derecho irrenunciable…
La esclavitud, actividad con la que amasó su fortuna una buena parte de la sociedad catalana, era legal. Ganar dinero hacinando negros en bodegas de carga (con una mortandad espeluznante en el trayecto entre África y América) era una actividad completamente legal… incluso estaba bien vista.
No hace tanto tiempo, el que las mujeres no tuviesen derecho a votar era legal… y pagar para que tus hijos no fuesen a la guerra de África también. Los llamados “soldados de cuota” eran jóvenes las capas bajas de la sociedad que sustituían a los hijos de los burgueses que podían pagarlo. La “Semana trágica” tuvo que ver entre otras cosas, con este hecho, que – dicho sea de paso – era completamente legal.
En tiempos de Hitler (más cerca de nuestros días) determinadas personas debían llevar estrellas de David bordadas en sus ropas… y no tenían derecho a nada. Y era legal.
En la china de Mao era ilegal tener apellido (sic) porque eso diferenciaba a un chino de otro… Hoy son multitud los chinos que tratan de reconstruir sin éxito su árbol genealógico.
En algunos países de la Alianza de las Civilizaciones, hoy en día, lapidar adúlteras y ahorcar sodomitas es legal… y se hace a diario.
Y como ninguna de las cosas mencionadas constituía o constituye una violación a la legalidad vigente, podemos concluir que todas ellas eran o son buenas.
Eso es lo que nos venden nuestros políticos.
Si se decide en el Congreso de los Diputados, es bueno.
Además de bueno puede ser: inconstitucional, inmoral, absurdo, injusto… pero como es “legal”, hay que acatarlo.
Afortunadamente, en las sociedades que hemos superado el siglo XV y no estamos bajo el yugo de las dictaduras marxistas o islámicas, existe una cosa que se llama “objeción de conciencia”. Y se aplica a aquellas situaciones en las que el ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia – se encuentra en una tesitura en la que el cumplimiento de la ley le pone frente a un insalvable problema moral.
La objeción de conciencia – por ejemplo - se aplicó profusamente en los ochenta para no hacer el servicio militar.
El Estado reguló legalmente una “Prestación Social Sustitutoria” para aquellos que se enfrentaban al dilema moral de tener que empuñar las armas para defender a su Patria o hacer prevalecer sobre esta obligación su pacifismo militante… y fue un fracaso. Casi nadie la hacía. La gente, simplemente, no quería hacer “la mili” y ya está.
El problema de conciencia no existía… la objeción era el camino para librarse de ese deber que todo ciudadano bien nacido tiene para con la sociedad que le acoge.
Los jóvenes de aquella época son hoy los políticos de nuestra inane democracia, y ese derecho al que se acogieron ellos es su día les parece que no es de aplicación para los ciudadanos de hoy.
Así, estos dictadorzuelos de todo a cien que llenan las listas electorales de nuestro partido del gobierno (del gobierno de ellos para sus amiguetes), se niegan a admitir que el ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia – pueda tener dilemas morales ante las decisiones que ellos toman – fundamentalmente - para su propio interés, y el de sus amiguetes.
Parte de ello se debe a que son unos iletrados, unos ignorantes y – quizá por todo ello – unos soberbios de tomo y lomo, pero otra parte se debe a la tentación totalitaria que siempre, siempre, siempre, acompaña a la izquierda española. Y a la incapacidad de la derecha para ejercer de oposición.
El ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia – es para ellos un súbdito, no su jefe. Y han montado un tinglado que les permite ignorarlo.
Cuatro millones de firmas, recogidas por ciudadanos, le parecen pocas al Gobierno para debatir algo en el Congreso… en ese mismo Congreso en el que diputados respaldados por menos de un millón de votos, fuerzan debates sobre lo que dice o deja de decir el Papa o lo que cobra Cristiano Ronaldo.
El ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia – carece de mecanismos, en este chiringuito que tienen montado en España, para hacer valer su opinión sobre las cosas que le atañen.
Si un político no cumple su programa electoral, ¿A quien rinde cuentas?
¿Puedo yo, ciudadano de a pié – elemento del que emana el poder en una democracia – dirigirme a Rajoy o a Zapatero para exigirle el cumplimiento de su programa electoral?
La respuesta a esta pregunta, como habrán supuesto, es no.
Como mucho el ciudadano – elemento del que emana el poder en una democracia -puede abstenerse de votarles dentro de cuatro años.
¡Qué pedazo de democracia tenemos, oiga!
Pero nuestra clase política perdió la vergüenza hace mucho tiempo, y nada de esto que les cuento le incomoda ni le preocupa, ellos a lo suyo, que consiste - básicamente - en meter la mano en nuestros bolsillos y dilapidar lo que encuentren… porque el dinero público “no es de nadie” (La Calvo dixit)
Para aceptar la objeción de conciencia hay que admitir que los ciudadanos – elemento del que emana el poder en una democracia – están dotados de ella.
El que carece de conciencia no puede entender determinados conceptos.