Dominando la vega de Carmona, los alcores sevillanos permiten disfrutar, con una frecuencia notable, de brisas frescas que rematan días tórridos… una acertada combinación de temperaturas que te empuja inevitablemente a la calle, segundo hogar del sevillano, para sentarte en la terraza de alguna taberna mas o menos humilde a charlar (de nada en concreto) al amparo de una cerveza fría, una ración de gambas y un tomate con melva que – verdaderamente - “quita el sentío”.
Durante el mes de agosto me acerco a la alcoreña casa familiar – muros gruesos, techos altos - para que mis hijos disfruten de sus primos y mi mujer de sus hermanos.
Las tertulias versan sobre temas de lo más variado, siendo uno de los preferidos las obras que hay que acometer en el caserón para mejorar aquel tejado, esa habitación o aquel patio.
Como el viejo palacete (me encanta llamarlo palacete) hace también las veces de trastero, se pueden hacer polvorientas expediciones para ver los restos de naufragio que las sucesivas mudanzas de los miembros de la familia han ido acumulando en el piso alto.
Hay, entre estos restos, muchos libros, pues la familia de mi mujer aprendió a leer hace muchas generaciones.
Como no puede ser de otra manera, hay de todo… libros magníficos, buenos, regulares y malos, pues esto de leer tiene la cosa de que no siempre las expectativas que te crean un buen título o determinado autor, se reflejan después en el contenido.
Este fin de semana coincidí con uno de mis cuñados que estaba buscando libros de los que podríamos calificar de malos o muy malos. Sorprendido por la exquisita selección de basurilla que estaba realizando y convencido de que no podía ser para consumo interno, indagué acerca de la finalidad de ese comportamiento… me dijo que el hijo de Manolo (omitiré el apellido) se había casado y, como estaba poniendo la casa necesitaba unos cuantos libros “para rellenar”. Su actividad se centraba en responder a la extraña petición de Manolo.
El tal Manolo, amigo de la infancia de mis cuñados, es uno de esos muchachos del pueblo que con el paso del tiempo, trabajo y una “mijita” de “aquí estoy yo y este es mi codo”, ha conseguido ganarse la vida con algo mas que dignidad. De hecho, necesitarían para ahorcarlo bastante mas dinero que el que se precisa para balancear de una soga a esta marmota… pero es de los consideran los libros como un objeto puramente decorativo. Tiene otras virtudes, pero el amor a la cultura no es una de ellas.
Enfrentarme a esta realidad inocultable, me recordó unas palabras que oí decir a mi padre hace muchos años… decía mi progenitor “A” que en España había una extraña suerte de analfabetismo, el de los que “sólo” saben leer y escribir.
Me duele pensar que éste es el común de los votantes… porque siendo así, tenemos progresía para rato.
Durante el mes de agosto me acerco a la alcoreña casa familiar – muros gruesos, techos altos - para que mis hijos disfruten de sus primos y mi mujer de sus hermanos.
Las tertulias versan sobre temas de lo más variado, siendo uno de los preferidos las obras que hay que acometer en el caserón para mejorar aquel tejado, esa habitación o aquel patio.
Como el viejo palacete (me encanta llamarlo palacete) hace también las veces de trastero, se pueden hacer polvorientas expediciones para ver los restos de naufragio que las sucesivas mudanzas de los miembros de la familia han ido acumulando en el piso alto.
Hay, entre estos restos, muchos libros, pues la familia de mi mujer aprendió a leer hace muchas generaciones.
Como no puede ser de otra manera, hay de todo… libros magníficos, buenos, regulares y malos, pues esto de leer tiene la cosa de que no siempre las expectativas que te crean un buen título o determinado autor, se reflejan después en el contenido.
Este fin de semana coincidí con uno de mis cuñados que estaba buscando libros de los que podríamos calificar de malos o muy malos. Sorprendido por la exquisita selección de basurilla que estaba realizando y convencido de que no podía ser para consumo interno, indagué acerca de la finalidad de ese comportamiento… me dijo que el hijo de Manolo (omitiré el apellido) se había casado y, como estaba poniendo la casa necesitaba unos cuantos libros “para rellenar”. Su actividad se centraba en responder a la extraña petición de Manolo.
El tal Manolo, amigo de la infancia de mis cuñados, es uno de esos muchachos del pueblo que con el paso del tiempo, trabajo y una “mijita” de “aquí estoy yo y este es mi codo”, ha conseguido ganarse la vida con algo mas que dignidad. De hecho, necesitarían para ahorcarlo bastante mas dinero que el que se precisa para balancear de una soga a esta marmota… pero es de los consideran los libros como un objeto puramente decorativo. Tiene otras virtudes, pero el amor a la cultura no es una de ellas.
Enfrentarme a esta realidad inocultable, me recordó unas palabras que oí decir a mi padre hace muchos años… decía mi progenitor “A” que en España había una extraña suerte de analfabetismo, el de los que “sólo” saben leer y escribir.
Me duele pensar que éste es el común de los votantes… porque siendo así, tenemos progresía para rato.