Los límites los marcamos nosotros.
Es cierto que el miedo guarda la viña, el temor a la aplicación de la ley, a la pérdida de libertad, tiene efectos limitadores, pero en cualquier caso, nuestras acciones parten de una decisión personal.
Tener fronteras morales permite, entre otras cosas, vivir mas tranquilo, pues sabes donde está la línea que tu conciencia no te permitiría nunca traspasar.
Sustituyes el miedo al castigo por el respeto a ti mismo.
Surge así una estructura legal que rige, al margen de lo diga el Estado o la sociedad en la que vives, tu conducta... y en no pocas ocasiones estos principios colisionan con la leyes que formulan los Estados.
Cuando eso sucede puedes hacer varias cosas, pero lo correcto, lo sensato, es objetar a ellas.
En la España de hoy, el vacío moral y la miseria espiritual de nuestros legisladores nos ponen, con una frecuencia asombrosa, en la tesitura de la objeción de conciencia.
Porque cuando da igual ocho que ochenta, cualquier problema se mide en porciones de – a lo sumo – cuatro años... los que tardaremos en volver a las peceras a hacer como que ésto es una democracia.
En la maraña legislativa se pierden los principios que inspiraron las leyes primigenias.
Así, un médico, que es un individuo que dedica su vida a sanar enfermos, se ve abocado a aprender a matarlos... y en esta aberración nuestra clase política cifra la medida de nuestro progreso.
Llegan mas lejos.
Carentes de conciencia (cuando no se tiene formación es difícil tener conciencia) amenazan con impedir por la fuerza el ejercicio del derecho a la objeción.
El ciudadano, elemento del que emana el poder en una democracia, pierde su condición de tal por voluntad de aquellos que – si cumpliesen con su obligación – deberían protegerlo, convirtiéndose así en un simple depositador de votos.
Y eso, coincidirán conmigo, no describe una democracia.
La inercia del pueblo, pan y circo, ande yo caliente, permite a unos cuantos patanes privarnos de nuestros derechos y nuestras responsabilidades.
Y eso, no es una conducta democrática... y el que se rige por esas conductas, no merece desempeñar el puesto que se le ha encomendado.
Desde que han llegado al poder se dedican a prohibirnos cosas.
Ellos mandan, son nuestros jefes.
Deciden como tengo que pensar, que banderas puedo enarbolar, lo que tengo que comer, en que puedo emplear mi ocio... cuando en una democracia es justo al revés... soy yo quien debe decidir y el gobierno (que son mis empleados) articular mis deseos.
No se merecen representarnos, no sirven para el puesto. En una empresa privada no pasarían de becario.
Pero lo peor de todo es que nos han hecho creer que con el cuarenta por ciento del sesenta por ciento (el veinticuatro por ciento del total), les hemos dado una patente de corso.
Señor presidente, con tan exigua representación, debería poner un poquito mas de empeño por gobernar acogiendo al setenta y seis por ciento de la población que no le ha votado.
Porque con democracias como ésta, con políticos como estos, ¿quien necesita una dictadura?
Es cierto que el miedo guarda la viña, el temor a la aplicación de la ley, a la pérdida de libertad, tiene efectos limitadores, pero en cualquier caso, nuestras acciones parten de una decisión personal.
Tener fronteras morales permite, entre otras cosas, vivir mas tranquilo, pues sabes donde está la línea que tu conciencia no te permitiría nunca traspasar.
Sustituyes el miedo al castigo por el respeto a ti mismo.
Surge así una estructura legal que rige, al margen de lo diga el Estado o la sociedad en la que vives, tu conducta... y en no pocas ocasiones estos principios colisionan con la leyes que formulan los Estados.
Cuando eso sucede puedes hacer varias cosas, pero lo correcto, lo sensato, es objetar a ellas.
En la España de hoy, el vacío moral y la miseria espiritual de nuestros legisladores nos ponen, con una frecuencia asombrosa, en la tesitura de la objeción de conciencia.
Porque cuando da igual ocho que ochenta, cualquier problema se mide en porciones de – a lo sumo – cuatro años... los que tardaremos en volver a las peceras a hacer como que ésto es una democracia.
En la maraña legislativa se pierden los principios que inspiraron las leyes primigenias.
Así, un médico, que es un individuo que dedica su vida a sanar enfermos, se ve abocado a aprender a matarlos... y en esta aberración nuestra clase política cifra la medida de nuestro progreso.
Llegan mas lejos.
Carentes de conciencia (cuando no se tiene formación es difícil tener conciencia) amenazan con impedir por la fuerza el ejercicio del derecho a la objeción.
El ciudadano, elemento del que emana el poder en una democracia, pierde su condición de tal por voluntad de aquellos que – si cumpliesen con su obligación – deberían protegerlo, convirtiéndose así en un simple depositador de votos.
Y eso, coincidirán conmigo, no describe una democracia.
La inercia del pueblo, pan y circo, ande yo caliente, permite a unos cuantos patanes privarnos de nuestros derechos y nuestras responsabilidades.
Y eso, no es una conducta democrática... y el que se rige por esas conductas, no merece desempeñar el puesto que se le ha encomendado.
Desde que han llegado al poder se dedican a prohibirnos cosas.
Ellos mandan, son nuestros jefes.
Deciden como tengo que pensar, que banderas puedo enarbolar, lo que tengo que comer, en que puedo emplear mi ocio... cuando en una democracia es justo al revés... soy yo quien debe decidir y el gobierno (que son mis empleados) articular mis deseos.
No se merecen representarnos, no sirven para el puesto. En una empresa privada no pasarían de becario.
Pero lo peor de todo es que nos han hecho creer que con el cuarenta por ciento del sesenta por ciento (el veinticuatro por ciento del total), les hemos dado una patente de corso.
Señor presidente, con tan exigua representación, debería poner un poquito mas de empeño por gobernar acogiendo al setenta y seis por ciento de la población que no le ha votado.
Porque con democracias como ésta, con políticos como estos, ¿quien necesita una dictadura?