Si me obligasen a elegir una frase que pusiese de manifiesto tres mil años de pensamiento humano, de cultura, de filosofía, de conocimiento del hombre, aclararía mi garganta y – con voz firme y segura – exclamaría: “¡No hay tonto bueno!”.
Es así... el tonto tiene una extraña habilidad para usar su deficiencia mental en perjuicio ajeno.
Si los tontos se limitasen a abrir la boca y contemplar las mariposas, el mundo sería – no les quepa duda – un lugar mucho mas confortable.
Cuando un tonto coge un martillo, rara vez, por no decir nunca, lo usa para machacarse una rodilla... las mas de las veces la rodilla machacada es la de un vecino que, convendrán conmigo, produce menos dolor que la propia.
Si además de tonto es trabajador, la cosa pasa de castaño a oscuro.
Un tonto vago, en el que la segunda cualidad supere a la primera, produce poco stress a la sociedad, pues la condición de indolente le impide asumir la de tonto militante... pero si el mentado inepto es de esos que pasa el día entero haciendo estupideces, por efecto de su afición al trabajo o del cargo que se afana en desempeñar, lo que se crea alrededor suyo podría pintarlo El Bosco.
En España de estos hay a patadas, y de un tiempo a esta parte, desde que se enterró la meritocracia como forma de ascenso social, los ves por todas partes.
Hay tantos que cuando algún político decide contratar a un asesor, las probabilidades de que le toque un tonto trabajador son elevadísimas.
Si además este político lo busca en la cantera de su propio partido, que es esa asociación de mangantes que aspiran a ocupar el puesto del asesorado... los resultados son impredecibles.
Así, si Zetapé se va a Berlín o a cualquier otro lugar de la tierra a repartir el gafe, y pide que le escriban un discursito, uno de sus setecientos asesores, cumpliendo con su obligación, se amorra al microsoft word y se lanza a hacer piruetas literarias como un saltimbanqui húngaro... el producto suele ser un discurso de contenido cantinflesco en el que no se aporta nada al evento, con errores históricos de bulto, de difícil comprensión y que exige continuas pausas melodramáticas... lo que se dice hecho a medida para nuestro presidente.
Después de la brillante intervención le rodea la prensa y ante ella, y hasta puede que de su propia cosecha, hace una comparación entre la caída del muro de Berlín y la muerte de Franco... y se fuma un puro habano.
Luego se descuelga con “otros muros” que “hay que derribar” y saca la guitarra para decir algunas tonterías cursis y buenistas de esas que tanto gustaban cuando Joan Baez insultaba a los soldados americanos que regresaban del Vietnam.
Y a mi me rompe los esquemas... porque no sé si clasificarlo de vago o de trabajador.
Es así... el tonto tiene una extraña habilidad para usar su deficiencia mental en perjuicio ajeno.
Si los tontos se limitasen a abrir la boca y contemplar las mariposas, el mundo sería – no les quepa duda – un lugar mucho mas confortable.
Cuando un tonto coge un martillo, rara vez, por no decir nunca, lo usa para machacarse una rodilla... las mas de las veces la rodilla machacada es la de un vecino que, convendrán conmigo, produce menos dolor que la propia.
Si además de tonto es trabajador, la cosa pasa de castaño a oscuro.
Un tonto vago, en el que la segunda cualidad supere a la primera, produce poco stress a la sociedad, pues la condición de indolente le impide asumir la de tonto militante... pero si el mentado inepto es de esos que pasa el día entero haciendo estupideces, por efecto de su afición al trabajo o del cargo que se afana en desempeñar, lo que se crea alrededor suyo podría pintarlo El Bosco.
En España de estos hay a patadas, y de un tiempo a esta parte, desde que se enterró la meritocracia como forma de ascenso social, los ves por todas partes.
Hay tantos que cuando algún político decide contratar a un asesor, las probabilidades de que le toque un tonto trabajador son elevadísimas.
Si además este político lo busca en la cantera de su propio partido, que es esa asociación de mangantes que aspiran a ocupar el puesto del asesorado... los resultados son impredecibles.
Así, si Zetapé se va a Berlín o a cualquier otro lugar de la tierra a repartir el gafe, y pide que le escriban un discursito, uno de sus setecientos asesores, cumpliendo con su obligación, se amorra al microsoft word y se lanza a hacer piruetas literarias como un saltimbanqui húngaro... el producto suele ser un discurso de contenido cantinflesco en el que no se aporta nada al evento, con errores históricos de bulto, de difícil comprensión y que exige continuas pausas melodramáticas... lo que se dice hecho a medida para nuestro presidente.
Después de la brillante intervención le rodea la prensa y ante ella, y hasta puede que de su propia cosecha, hace una comparación entre la caída del muro de Berlín y la muerte de Franco... y se fuma un puro habano.
Luego se descuelga con “otros muros” que “hay que derribar” y saca la guitarra para decir algunas tonterías cursis y buenistas de esas que tanto gustaban cuando Joan Baez insultaba a los soldados americanos que regresaban del Vietnam.
Y a mi me rompe los esquemas... porque no sé si clasificarlo de vago o de trabajador.