Cumplir años proporciona una excusa estupenda para deprimirse.
Contemplar como las sobrinas se convierten en reales mozas y los hijos en post-adolescentes le lleva a uno inevitablemente a exclamar aquello de ¡cómo pasa el tiempo!...
El suspiro que acompaña a esta exclamación suele venir acompañado de un taco mas o menos sonoro de entre los muchos y muy variados que nos proporciona nuestra lengua... y si encima una ahijada te cuenta que se casa en unos meses, la reflexión – vamos a llamarlo así - está servida.
Se mira uno al espejo y trata de ver en el arrugado reflejo que devuelve ese enemigo natural de la mujer, la sombra del apuesto varón que un día fue.
La experiencia que engalana tus blancas sienes, fruto del paso del tiempo y las incontables meteduras de pata que has protagonizado, te permite contemplar la vida con cierta distancia, con paso mas prudente, con algo de serena displicencia...
Pero lo demás todo son goteras.
Si tuviese que marcar el momento en que fui consciente de que la decadencia física empezaba a arraigar en mi rechoncho cuerpo, elegiría sin duda el día que pase por la farmacia a comprar unas gafas de presbicia... luego vino lo de poner en mi muñeca un reloj que parece mas apto para una cocina que para una pulsera... y andar raro los días impares porque te duele la espalda, el cuello, la rodilla o el documento nacional de identidad.
De nada sirve meter barriga al paso de alguna moza de aspecto saludable, la parte de tejido adiposo que introduces en tu cuerpo a costa de reducir tu capacidad respiratoria a mínimos científicamente incomprensibles, supone un porcentaje ridículo en el total de tu anatomía.
Como no te resignas al paso del tiempo te levantas un sábado por la mañana y te pones esa ropa de deporte que hace de ti un auténtico muñeco del museo de cera (mas que nada por ese chandal que hacía furor cuando Orantes repartía estopa en el trofeo Conde de Godó) y haciendo un esfuerzo encomiable, te marcas un trotecito de los denominados “borriqueros”... a los diez minutos te entra la tentación de llamar al 112 y buscas con vehemencia una referencia suficientemente conocida como para que la ambulancia - que sin duda va a tener que recogerte - no pierda un tiempo precioso en localizarte.
Al final, cautivo y derrotado, te arrastras como un toro hacia las tablas y bañas en ungüentos anti-inflamatorios músculos que hasta la fecha ignorabas que existían.
Tal es el paso del tiempo.
Pero lo peor de todo, para mí, con mucha diferencia, es tener que compartirlo con Zapatero.
¿A ustedes no les pasa?
Contemplar como las sobrinas se convierten en reales mozas y los hijos en post-adolescentes le lleva a uno inevitablemente a exclamar aquello de ¡cómo pasa el tiempo!...
El suspiro que acompaña a esta exclamación suele venir acompañado de un taco mas o menos sonoro de entre los muchos y muy variados que nos proporciona nuestra lengua... y si encima una ahijada te cuenta que se casa en unos meses, la reflexión – vamos a llamarlo así - está servida.
Se mira uno al espejo y trata de ver en el arrugado reflejo que devuelve ese enemigo natural de la mujer, la sombra del apuesto varón que un día fue.
La experiencia que engalana tus blancas sienes, fruto del paso del tiempo y las incontables meteduras de pata que has protagonizado, te permite contemplar la vida con cierta distancia, con paso mas prudente, con algo de serena displicencia...
Pero lo demás todo son goteras.
Si tuviese que marcar el momento en que fui consciente de que la decadencia física empezaba a arraigar en mi rechoncho cuerpo, elegiría sin duda el día que pase por la farmacia a comprar unas gafas de presbicia... luego vino lo de poner en mi muñeca un reloj que parece mas apto para una cocina que para una pulsera... y andar raro los días impares porque te duele la espalda, el cuello, la rodilla o el documento nacional de identidad.
De nada sirve meter barriga al paso de alguna moza de aspecto saludable, la parte de tejido adiposo que introduces en tu cuerpo a costa de reducir tu capacidad respiratoria a mínimos científicamente incomprensibles, supone un porcentaje ridículo en el total de tu anatomía.
Como no te resignas al paso del tiempo te levantas un sábado por la mañana y te pones esa ropa de deporte que hace de ti un auténtico muñeco del museo de cera (mas que nada por ese chandal que hacía furor cuando Orantes repartía estopa en el trofeo Conde de Godó) y haciendo un esfuerzo encomiable, te marcas un trotecito de los denominados “borriqueros”... a los diez minutos te entra la tentación de llamar al 112 y buscas con vehemencia una referencia suficientemente conocida como para que la ambulancia - que sin duda va a tener que recogerte - no pierda un tiempo precioso en localizarte.
Al final, cautivo y derrotado, te arrastras como un toro hacia las tablas y bañas en ungüentos anti-inflamatorios músculos que hasta la fecha ignorabas que existían.
Tal es el paso del tiempo.
Pero lo peor de todo, para mí, con mucha diferencia, es tener que compartirlo con Zapatero.
¿A ustedes no les pasa?