Pese a la fechas en que nos encontramos, en Zaragoza, donde el Cierzo moldea y el Moncayo curte, hace un tiempo primaveral.
A esta antigua ciudad bañada por un Ebro enorme y caprichoso, que engalana de mudéjar sus fachadas y custodia con orgullo a una Virgen pequeña que hizo grande a una Nación, llego algo cansado, con el espíritu inquieto y un deje de sombra en el ánimo.
Paseo por los alrededores de esa puerta de piedra que presenció asombrada como Agustina, nuestra Agustina, descabezaba, mecha en mano, una columna del general Verdier...
Me abstraigo ante la imposible defensa de Zaragoza, ciudad sin muralla, que Palafox cubrió de sangre francesa y los maños – tozudos como mulas - de heroísmo hispano.
Deambulo por el Coso y no puedo dejar de preguntarme donde están aquellos hombres recios, aquellas mujeres bravas, que hicieron de cada palmo, de cada adoquín de la calle Alfonso, un muro inexpugnable contra el que se estrellaba - atónita - la infantería mas poderosa de Europa, el ejército invicto – hasta que cruzó los Pirineos - del pequeño corso.
En ese episodio, y en aquel otro que vendría luego (pues un sitio no fue bastante para doblegar el espíritu de los aragoneses), como tantas otras veces, en tantos otros lugares, un grupo de españoles conseguía, en una sangrienta derrota (¡que poco importa eso!), elevar hasta las estrellas el pabellón del orgullo hispano.
Era otra época... una época en que al requerimiento de ¡Paz y capitulación! se respondía con ¡Guerra a cuchillo!
Y no fue sólo Zaragoza... en cualquier puebluco de Castilla surgía un capitán Santocildes, en Móstoles un alcalde, dos artilleros en Monteleón... se repitió en Gerona, en León, en Cádiz.
Se llenó España de manuelas Malasaña, de curas Merinos, de Empecinados...
Hicieron realidad una vez mas aquello que decía el de Leyva: “soldados españoles son soldados que mas aman la gloria que la vida y mas temen la deshonra que la muerte”... carne gloriosa que hizo de un Tercio Viejo el asombro de Italia.
Hoy contemplo desolado una sociedad que no parece descender de estos valientes... una España que renuncia a su españolidad, a su historia, al culto debido a sus héroes...
Sumida en una crisis moral de dimensiones bíblicas, no sabe (ni quiere saber) que hizo que unos labradores sucios e incultos escribiesen con letras de oro una página enorme de nuestra Historia.
El recuerdo de su sacrificio, de sus hazañas, de su entrega desinteresada, debería impulsarnos a merecer el honor de su herencia.
Pero el periódico me devuelve a la realidad.
Y lo hace con una crudeza que me corta el aliento.
No me duele que la corrupción nos acogote, la corrupción y la política son viejos camaradas... lo que me duele es que parece que nos hemos hecho a vivir con ella.
En la España de hoy sobran leyes y faltan mandamientos... diez mandamientos, ni uno mas ni uno menos.
A esta antigua ciudad bañada por un Ebro enorme y caprichoso, que engalana de mudéjar sus fachadas y custodia con orgullo a una Virgen pequeña que hizo grande a una Nación, llego algo cansado, con el espíritu inquieto y un deje de sombra en el ánimo.
Paseo por los alrededores de esa puerta de piedra que presenció asombrada como Agustina, nuestra Agustina, descabezaba, mecha en mano, una columna del general Verdier...
Me abstraigo ante la imposible defensa de Zaragoza, ciudad sin muralla, que Palafox cubrió de sangre francesa y los maños – tozudos como mulas - de heroísmo hispano.
Deambulo por el Coso y no puedo dejar de preguntarme donde están aquellos hombres recios, aquellas mujeres bravas, que hicieron de cada palmo, de cada adoquín de la calle Alfonso, un muro inexpugnable contra el que se estrellaba - atónita - la infantería mas poderosa de Europa, el ejército invicto – hasta que cruzó los Pirineos - del pequeño corso.
En ese episodio, y en aquel otro que vendría luego (pues un sitio no fue bastante para doblegar el espíritu de los aragoneses), como tantas otras veces, en tantos otros lugares, un grupo de españoles conseguía, en una sangrienta derrota (¡que poco importa eso!), elevar hasta las estrellas el pabellón del orgullo hispano.
Era otra época... una época en que al requerimiento de ¡Paz y capitulación! se respondía con ¡Guerra a cuchillo!
Y no fue sólo Zaragoza... en cualquier puebluco de Castilla surgía un capitán Santocildes, en Móstoles un alcalde, dos artilleros en Monteleón... se repitió en Gerona, en León, en Cádiz.
Se llenó España de manuelas Malasaña, de curas Merinos, de Empecinados...
Hicieron realidad una vez mas aquello que decía el de Leyva: “soldados españoles son soldados que mas aman la gloria que la vida y mas temen la deshonra que la muerte”... carne gloriosa que hizo de un Tercio Viejo el asombro de Italia.
Hoy contemplo desolado una sociedad que no parece descender de estos valientes... una España que renuncia a su españolidad, a su historia, al culto debido a sus héroes...
Sumida en una crisis moral de dimensiones bíblicas, no sabe (ni quiere saber) que hizo que unos labradores sucios e incultos escribiesen con letras de oro una página enorme de nuestra Historia.
El recuerdo de su sacrificio, de sus hazañas, de su entrega desinteresada, debería impulsarnos a merecer el honor de su herencia.
Pero el periódico me devuelve a la realidad.
Y lo hace con una crudeza que me corta el aliento.
No me duele que la corrupción nos acogote, la corrupción y la política son viejos camaradas... lo que me duele es que parece que nos hemos hecho a vivir con ella.
En la España de hoy sobran leyes y faltan mandamientos... diez mandamientos, ni uno mas ni uno menos.