Tuve la suerte de ser educado en el amor.
Mis padres trataron de inculcarme – con relativo éxito – unos principio basados en el amor… principios de amor a Dios, a España, a la familia, a la vida, etc.
No me crié odiando a los franceses, a los judíos, a los taxistas, a los homosexuales o a los gordos… de hecho, incluso mis irracionales antipatías se veían atemperadas siempre por el convencimiento (sabiamente inculcado) de que todos somos hijos de Dios y, por ende, sujetos de indulgencia.
De modo que he terminado siendo un gruñón bastante tolerante.
De hecho, me sorprende lo poco que me molesta que la gente haga lo que le dé la gana con su vida y su dinero o que piense lo que le parezca mejor… siempre con los límites que marcan la verdad, el respeto por tus semejantes y la honestidad personal e intelectual. No soporto a los mentirosos, a los malintencionados, a los que piden respeto sin respetarme y a los deshonestos…
Siendo así mi infancia, desde muy pequeño me vi forzado a nadar contracorriente… porque en mi Barcelona natal, desde que tengo consciencia, la educación predominante se apoyaba sobre principios de odio. De odio a España, a lo español, y - en general - a los que no eran “de los nuestros”…
De todas las paradojas a las que me he enfrentado en mi infancia y juventud, una de las mas tempranas, fue la de verme frente a un clero que inculcaba estos principios de odio.
Al crecer en el seno de una familia Católica mi tendencia natural era la de creer que un hombre que asumía el sacrificio de entregar su vida al servicio de Dios y de los hombres, cualificado – en teoría – para despejar las dudas de índole espiritual que tuviésemos los feligreses, tenía que ser, forzosamente, una persona admirable… pero la realidad que presencié fue otra muy distinta.
No abandoné mis creencias porque - gracias a Dios – fui capaz de darme cuenta de que el discurso no cuadraba con la sotana y que, al fin y al cabo, en su condición de hombres, también ellos estaban sujetos a la comisión de errores… dicho de otro modo, que no había que hacerles ni caso cuando se ponían pontificar sobre política.
La mayor parte de ellos terminaron colgando los hábitos (no sin antes sembrar amargas dudas en muchas cabezas adolescentes)… su misión apostólica – a la postre - consistió en vaciar las iglesias de jóvenes. Sobre todo de aquellos jóvenes que acudieron a ellos pidiendo ayuda espiritual.
El resto lo puso una sociedad ultra-materialista, pancista, pragmática hasta la enfermedad, siempre acomplejada y envidiosa como pocas… y no lo digo con ánimo de ofender, sólo describo lo que viví en mi infancia. En mi Barcelona natal, cualquiera que manifestase el deseo de sacrificarse por alguna causa noble, era tildado de orate inmediatamente… la única aspiración respetable era la de hacerse un sitio en el siguiente escalón social, ganando mucho dinero (aunque hubiese que hacerlo honradamente).
El nacionalismo cultivó además una xenofobia que – hoy por hoy – es ya endémica. No se odiaba a los negros (entre otras cosas porque a los negros no se les veía por la calle cuando yo era pequeño) pero se ridiculizaba y se afeaba a los “charnas” (charnegos, inmigrantes, los que no son “de pata negra” catalana) y se despreciaban sus costumbres... tolerándolas a duras penas y tratando de hacerles ver siempre que lo “nuestro” era mejor que lo que habían dejado atrás.
¿Exagero?, puede ser, pero como cada uno cuenta la feria según le va en ella, yo cuento la que viví.
Por eso, cuando varios miles de energúmenos se arman de silbatos para vaciar la bilis en un acontecimiento deportivo, no me sorprendo.
La balcanización de España empezó en mi infancia, amparada por la Iglesia, y con el apoyo de esa burguesía catalana que lleva cuarenta años robando a dos manos en lo que ya considera su cortijo.
Cuando se pita un himno y se abuchea a un representante oficial, se está insultando a los representados por ese himno y por esa persona. Es, al menos, una falta de educación y de tolerancia, pero sobre todo es una manifestación de odio irracional y primitivo.
Los ofendidos de forma tan gratuita no acaban de entender las razones de ese odio… yo si lo entiendo, es el odio propio de una sociedad paleta, casposa y cutre… la sociedad en que se han convertido los catalanes a fuerza de mirarse el ombligo y sembrar el odio.