En España la educación es un desastre.
Y eso se debe, en mi opinión, a varias cosas.
En primer lugar tenemos una sociedad blandita y maleable que ha renunciado al esfuerzo como vehículo del triunfo.
Por otra parte, no sé si como causa o efecto de lo anterior, una buena parte de los progenitores (A, B o ambos) han renunciado a educar a sus hijos en aras de pagar una hipoteca desmesurada, un coche de lujo y un televisor de cincuenta pulgadas. A este efecto tan palpable lo vamos a denominar “inversión de valores”, ya que lo importante pasa a ser accesorio porque lo accesorio se vuelve importante.
Como el cuerpo educativo se nutre de esta inconsistente sociedad, encontramos en la educación pública profesores de escaso nivel intelectual que en muchos casos están mas preocupados por adoctrinar a sus alumnos que por educarlos.
Los pocos formadores que en esta sopa de inútiles tratan de cumplir con su obligación, están abocados a la baja por depresión, ya que su trabajo se convierte en una frustrante lucha contra los molinos de una legislación docente absurda, un alumnado intratable y la oposición de los padres del “zangalitrón” (mezcla de zángano y litronero) a que sus hijos aprueben las asignaturas mediante el esfuerzo.
Y todo esto se sustenta sobre la mentira de que todo el mundo tiene derecho a estudiar.
Esta última afirmación, sin duda, le habrá sorprendido… y por eso voy a matizarla.
Derecho, lo que se dice derecho, a estudiar, tiene todo aquel que de muestras de querer hacerlo.
En la educación pública el esfuerzo económico de la formación recae sobre la sociedad en su conjunto. Estos chavales estudian gracias a nuestros impuestos, los profesores cobran su sueldo de nuestros impuestos y los edificios donde cursan los estudios se mantienen gracias a nuestros impuestos.
El patán que no estudia porque no le sale de donde dijimos, que se enfrenta a los profesores, que monta “mafias” de chulánganos en los institutos, que repite curso tras curso, no tiene – en mi opinión – “derecho” a que se le subvencione la educación.
Y no es que “en principio” no tenga ese derecho… es que lo pierde por su mala cabeza.
El profesor que se dedica a adoctrinar a sus alumnos no merece el sueldo que le pagamos “todos” lo españoles. Porque su sueldo se lo pagan los españoles de izquierdas, de centro y de derechas… ya sean religiosos, agnósticos o ateos. Así que el sindicalista de barrio que ejerce de profesor, en esa enseñanza costeada por los bolsillos del contribuyente, simplemente sobra.
¿Dónde reside el fracaso escolar?
En tres factores: unos padres que renuncian a educar a sus hijos, unos profesores incapaces de enseñar y una sociedad que permite la existencia del “zangalitrón”.
Las sucesivas leyes educativas que han puesto en marcha los socialistas con la aprobación tácita (o debería decir desidia) de los populares, nos ha llevado a crear un entorno en el que los factores del fracaso escolar campan a sus anchas.
Y eso hay que corregirlo.
Pero de nada servirá hacer leyes que nadie cumpla.
Hasta que no cojamos el toro por los cuernos y sustituyamos la “pedagorrea” por el sentido común, asumiendo la responsabilidad de hacer de nuestros hijos seres capaces de sacar esta sociedad del fango, no habrá ley que aguante una legislatura.
A nuestros políticos los doy ya por perdidos, pues viven una realidad tan alejada de la calle, del día a día, del respeto al pueblo que dicen servir, que no podemos contar con ellos para esta tarea.
En sus inactivas manos, asumámoslo, hasta la educación terminará siendo un problema de orden público.