Hoy va a hacer calor.
Me he levantado a las seis de la mañana para iniciar un viaje que va a llevarme – Dios mediante – a la ciudad Condal, antaño perla del Mediterráneo, hoy capital del latrocinio de la neo-aristocracia catalana.
Subo al cercanías que me dejará en Atocha.
Son las seis y media.
Al llegar a “el Barrial” se monta en el tren una manada de mohicanos de inequívoco aspecto sudamericano que, haciendo alarde de una trompa monumental, amenizan el trayecto con sus gritos desabridos y sus conversaciones apenas pronunciadas y carentes del vocabulario necesario para decir cosas coherentes.
Su charla inconexa y a voces con muchachas dotadas de culos descomunales y apenas cubiertas con pantaloncillos y camisetas, me molesta… pero me aguanto, ¿qué otra cosa puedo hacer?
Pienso que estos muchachos podrían haber venido a España a progresar, a crecer en un ambiente que les proporcionase mas oportunidades que sus países de origen, pero les hemos enseñado a ser unos holgazanes y unos borrachos… básicamente porque nosotros, de un tiempo a esta parte, es lo único que podemos ofrecer al mundo.
Entre Príncipe Pío y Atocha, la marejada alcohólica se va diluyendo.
Al entrar en la zona de embarque del AVE me cruzo con una larga fila de conciudadanos que, por su indumentaria, es evidente que se dirigen a Pamplona para celebrar esa fiesta que popularizó Hemingway y que nunca he terminado de entender.
Como todas las fiestas en España – y más de un tiempo a esta parte – la celebración se fundamenta sobre la ingesta desmesurada de alcohol destilado.
Incapaces de poner a funcionar sus cerebros, los ciudadanos machacan su hígado con el entusiasmo de un cosaco.
Penoso es verlo en ellos, pero verlo en ellas es – si cabe – aún mas deprimente.
Música a todo trapo y olor a orines en rutas jalonadas por los vómitos de los festejantes… hemos alcanzado – sin lugar a dudas - la cima de la civilización.
Y no lo entiendo.
O peor, lo entiendo perfectamente…
El alcohol ha sido siempre una herramienta al servicio de la evasión. En otros tiempos, esto de huir de la realidad estaba mal visto, ahora parece imprescindible. Y la edad de los beodos aumenta.
En mi época, las borracheras se cogían por incompetencia, en ocasiones como rito iniciático, en ocasiones como anestésico ante una decepción amorosa… pero siempre había un adolescente (mas o menos madurito) detrás de ellas.
Ahora los celebrantes tienen una edad en la que pillarse una cogorza debería producir sonrojo.
Son padres jóvenes o están en edad de serlo… un peligroso ejemplo.
Y mañana, cuando la demanda de hígados a trasplantar supere ampliamente la oferta, ¿qué haremos?.
España, de un tiempo a esta parte, se ha puesto al frente de todos los excesos… en Europa tienen que estar frotándose las manos.