La muerte de Manuel Fraga Iribarne ha disparado los excesos de plañideras, demócratas de toda la vida al cumplir los cuarenta, stalinistas en ejercicio y centroderechonas de perdóneme usted la vida.
Personalmente creo que negarle a don Manuel un puesto destacado en nuestra historia reciente sería una desfachatez, pero elevarlo a los altares me parece inadecuado.
Se puede decir en su favor que no fue un chorizo ni un indocumentado... cuando mueran los Felipe González, Zapateros, Pepiños, Leires, Aidas, Bonos, Matas y otros muchos políticos que hemos padecido (y seguimos padeciendo), no podremos decir lo mismo.
Y dicho esto – que no es poco – confieso que Fraga no fue nunca santo de mi devoción.
Cometió errores groseros eligiendo a sus colaboradores, comulgó con ruedas de molino cuando no hacía falta y en los últimos años de su vida le entró un galleguismo histérico que no le sentaba nada bien ni a él ni a España... y de su tardío filocastrismo mejor no hablar.
Durante la transición encarnó la imagen del “tardofranquismo” y se convirtió en el principal objetivo de la izquierda moderado-choricera de Felipe el millonario.
De algún modo su demoledora personalidad fue, a mi juicio, un lastre para esa derecha inadaptada de la transición que, dicho sea de paso, tampoco tenía mucho donde elegir.
Pero ni robó ni era idiota...
Algo que, insisto, no podremos decir cuando escribamos las esquelas de muchos otros.
Descanse en paz.