Ayer cenando con unos amigos salió, como no, el tema de Cataluña.
Como soy catalán y he pasado mi infancia y adolescencia en Barcelona, donde todavía residen mis padres y dos de mis hermanos, creo que puedo hablar de esto con cierta solvencia.
No es cierto que esto que está pasando sea un fenómeno sobrevenido.
Desperté a la política en la década de los setenta.
Yo era un adolescente que trataba de entender lo que sucedía a mi alrededor, intentando hacerme un sitio en una sociedad en la que – por mi educación – no encajaba demasiado bien.
Ya en esa época viví la desafección del pueblo catalán hacia España… tenia entonces quince años y ahora tengo cincuenta y siete, y lo recuerdo como si fuera ayer.
La Barcelona que viví en mi juventud era una ciudad moderna (o al menos de eso hacía gala).
Se consideraba a si misma la “punta de lanza” de España, la mas europea de sus ciudades, la que tenía las universidades mas adelantadas… no había deporte por minoritario que fuera que careciese de federación, cualquier afición artística, cultural o técnica disponía de asociaciones de apoyo, clubs donde ejercerla o centros donde desarrollarla.
Florecía una “cultureta” de fotografía, pintura, escultura, literatura, teatro, deporte… mi colegio, el “Padre Mañanet” de las Corts, de la congregación de “hijos de la Sagrada Familia”, por ejemplo, tenía un prestigioso equipo de hockey sobre patines y un equipo de baloncesto (al que pertenecí por un breve espacio de tiempo) que despuntaba como duro rival en las ligas escolares.
Creo que era – en efecto – diferente a otras sociedades.
La Cataluña industrial y adinerada, era un lugar en el que a fuerza de trabajo, de negociar, de ganar dinero, podía uno irse haciendo un hueco en la sociedad, algo que no pasaba (y sigue sin pasar) en otras zonas de España donde los apellidos – por poner un ejemplo que conozco - siguen pesando mucho mas de lo que la razón aconseja.
Creció en Cataluña una clase media que tenía dinero, coche, apartamento en la playa, electrodomésticos caros y máquinas de fotográficas sofisticadas, pero que en las estanterías de sus salones, solo se podía encontrar – en el mejor de los casos – una enciclopedia “Larousse” apenas estrenada.
Los niños de mi generación crecieron en la idea de que ser catalán era mejor que ser de Albacete, que eramos mas modernos, mas inteligentes, mas civilizados… nuestras sierras y montañas eran inmejorables y nuestra industria podía competir de tu a tu con las mejores empresas de Europa.
Viví una Cataluña llenita de “charnegos” de primera generación que – en esa creencia - hicieron lo imposible por hacerse perdonar su origen mesetario o meridional.
Y no hablo de oídas, lo viví en el colegio.
Esa sociedad de mi infancia ya rechazaba cualquier cosa que significase autoridad.
Especialmente despreciados eran aquellos colectivos que dedicaban su vida al servicio público en los denominados “Cuerpos de Seguridad del Estado”. Para una sociedad que siempre ha visto como única meta respetable hacerse con un capital, cuanto mas grande mejor, vivir una vida de sacrificios por un sueldo miserable, ha sido siempre algo incomprensible.
Y sí, no es caricatura o leyenda, el pueblo catalán es muy materialista. Mucho.
Quiero también hacer un apunte que viene al caso.
En este entorno, las carreras mas deseadas eran Económicas, Derecho, Medicina las diferentes ingenierías y de forma tangencial pero no exentas de cierto prestigio, Geografía e Historia o Filosofía, aunque ya en aquella época se las consideraba carreras sin demasiado futuro.
Los que sacaban buenas notas en el colegio se distribuían uniformemente entre esas facultades, los estudiantes torpes tiraban por INEF (si tenían aptitudes para ello) o Magisterio.
A resultas de eso, mi generación aportó una legión de resentidos a las carreras que ya entonces empezaban a articularse como fábricas de separatistas.
La OJE, no era moderna, los Boy Scouts si. Y en los grupos de Boy Scouts que se formaban en las parroquias de mi infancia, ya se implantaba el amor por la “terreta” con un entusiasmo digno de las hitlerjugend.
En la parroquia de mi barrio (donde mi madre fue catequista) los “mosens” se apuntaban al catecismo holandés con entusiasmo, interpretaban el Vaticano Segundo con una ligereza sorprendente y predicaban que había que amar al prójimo incluso aunque éste no fuese catalán.
La Iglesia catalana tiene una parte importante de responsabilidad en los lodos de aquellas aguas.
Así que no estoy sorprendido.
Tras treinta años de manipulación interesada, la desafección de antaño se ha tornado odio.
No se equivocan todos esos catalanes intelectuales, actores, cantantes, profesores de universidad, etc, que dicen que esto que trata de montar Puigdemont es un disparate. Ellos lo saben bien, porque colaboraron con entusiasmo en la siembra de esta madreselva que amenaza ahora con devorarlo todo.
Salí de Barcelona al cumplir los veinte y, aunque he vuelto a ella todos los años de mi vida a pasar temporadas, a visitar a mi familia, a trabajar en alguna ocasión… a día de hoy, este catalán en quinta generación no se identifica ya con su tierra ni con sus gentes.
Y no puedo quitarme de encima la sensación de que ya es tarde… Cataluña, por la desidia de los sucesivos gobiernos de España, la estupidez de Zapatero (aprobaré lo que votéis) y la mala leche y la sinvergonzonería de los chorizos pudientes (Pujol y compañía), está ya perdida.