No sé en otros lugares, pero en España, la infancia de un niño estaba plagada de ilusiones relacionadas de una forma u otra con el cristianismo.
La Historia Sagrada, que ya no se explica en los colegios ni la conocen los padres de estas generaciones perdidas, causaba un enorme impacto en nuestros imaginativos cerebros cuando – en ausencia de superhéroes de ficción y videoconsolas japonesas – un melenudo Sansón o un valiente David nos conducían a un mundo lejano, a menudo cruel y peligroso, donde – a la postre – el bien triunfaba, aunque su triunfo exigiese como tributo la vida del héroe.
Luego estaban los hitos. La Primera Comunión, la Confirmación… o las anuales navidades y Semana Santa… unas épocas de asueto escolar que, de una forma u otra, ora con alegría, ora con solemne tristeza, vivíamos en el seno de nuestras familias.
Esa ilusión vivida en edad temprana es lo que hace que la progresía, esta peste que asola nuestra vieja piel de toro, pretenda mantener a toda costa en forma de ritos iniciáticos vacíos y – seamos sinceros – horteras hasta la nausea, el sucedáneo de las festividades religiosas.
Bautizos y primeras comuniones civiles, festividades dedicadas a los solsticios… no hay estupidez que no tenga una apasionada acogida entre estos ilusos que, reos de su propio sectarismo, son incapaces de reconocer algo bueno en la Tradición Cristiana de Occidente.
Se impone pues, felicitar las fiestas con tarjetones llenos de bolas y guirnaldas, abetos, estrellas de nieve… y el aséptico mensaje de “Felices Fiestas”, como si lo que se celebrase a finales de diciembre fuese la vendimia o la llegada del verano.
Ni una sola alusión a la Navidad, a la Natividad, al origen sólido y cierto de la fiesta.
Un Santa Claus (San Nicolás) importado de otras culturas y caricaturizado hasta el ridículo por interminables generaciones de cursis, sustituye el milagro del Dios hecho Hombre por una sarta de gilipolleces que incluyen duendecillos verdes y renos voladores… ilusiones vacías, hechos huecos, conmemoraciones de nada.
La última, que seguramente no será la última, es “el bosque de los deseos” que Ada Colau y su caterva de horteras han desplegado en Barcelona para sustituir al tradicional pesebre.
Una ridiculez en la que el niño, acompañado de un payaso, escribe en una cartulina lo que le pide a “los reyes” o a “Papá Nöel” y – tras un ejercicio de papiroflexia por parte del hábil payaso – el “deseo” se convierte en una pajarita que cuelgan ceremoniosamente en las ramas de un árbol falso… magia huera, barata, cutre y onerosamente hortera que pretende sustituir a la rotundidad del oro, el incienso y la mirra que unos lejanos sabios pusieron a los pies de un recién nacido que vino a liberarnos para siempre del peso de la muerte.
Y yo lo siento por estos niños que cuando alcancen una edad en que la razón les muestre la realidad en toda su crudeza, no tendrán el consuelo de saberse portadores de una tradición milenaria, no alcanzarán a entender como, en hechos y ritos, se transmite la grandeza del nacimiento de Cristo, el Salvador, el Mesías, el Señor… no sentirán, pierdan toda esperanza, la solidez de la “magia” que acompañó nuestra infancia.
Solo tendrán el recuerdo difuminado de una ocurrencia cutre urdida en la mente de un hortera.
Menudo sucedáneo.